Solía pasar las
tardes encerrado en el armario. Nadie podía encontrarme allí; estaba solo. Sus
paredes estaban hechas de madera, muy sólidas, las puertas pesaban cuando las
tenía que abrir y, una vez cerradas, me costaba mucho empujarlas para poder
salir. Sin estar roto, se habían desecho de él y había acabado tirado en un
vertedero cerca del puerto, cubierto de polvo entre un montón de chatarra. Para
entrar tenía que tirar de una de las puertas a modo de trampilla, por eso
cuando me metía dentro me recordaba a un búnker. Todo quedaba en silencio.
Desaparecían los sonidos metálicos de las varas de hierro moviéndose con el
viento y que entre tanto caos arañaban la chapa oxidada de los coches. La gente
había asimilado ese sonido metálico en el ambiente del pueblo, como un eco
lejano que venía acompañado con la brisa. Recuerdo salir de casa los días de
verano, cuando el tiempo se relajaba y las lluvias se volvían escasas, y no
sentirme solo, eso recuerdo. El ruido siempre me hablaba, el ruido del hierro.
No había bosques cerca ni tampoco campos verdes que pudieran albergar insectos,
así que el único sonido que se escuchaba era el del hierro chocando contra sí
mismo. Pero en el armario no se oía nada. No me molestaba, pero me resultaba
extraño.
Cuando encontré el
armario por primera vez, lo pasé de largo mientras perseguía una lagartija. Había
empezado a seguirla con un bote desde el mercado del pueblo tras verla caer
desde una ventana. Tenía el cuerpo azul y una raya naranja que la recorría de
arriba abajo. Antes de llegar al acantilado, me lancé con el tarro contra la
lagartija y lo aplasté, clavándolo en el suelo. Tras caerme de espaldas, me
levanté, cogí el bote, lo tapé y me dirigí de vuelta al pueblo.
La tuve tres días
mirando los amaneceres desde la repisa de mi ventana hasta
que por culpa de mi hermano el bote acabó cayendo a la calle. Cuando bajé ya le
habían pasado por encima dos coches y el cuerpo diminuto del bicho estaba aplastado
y lleno de cristales. Al día siguiente, fui a comprar una cajita de madera en los
puestos del mercado y volví al amasijo de hierros en busca de otro bote. Fue
entonces cuando lo volví a ver, pero seguí adelante hacia un tractor oxidado y enterré
la caja junto a una de las ruedas. Los hierros continuaban rechinando contra la
chapa de aluminio, pero aquella vez emitieron un sonido más agudo de lo normal.
Me puso los pelos de punta, así que volví atrás corriendo hacia donde estaba al
armario. Me cubrí los ojos con las gafas y me subí el pañuelo para no respirar polvo.
El mueble de madera maciza estaba tirado boca arriba con las puertas cerradas. Además,
tenía las bisagras un poco oxidadas y las juntas llenas de polvo, pero haciendo
palanca con una vara de metal conseguí entreabrirlo. Al poco de hacer fuerza
las bisagras empezaron a ceder y la puerta salió volando hasta abrirse
completamente. Lo que me pareció un guardarropa viejo resultó, en su interior,
estar sorprendentemente limpio. Me metí con cuidado en el armario usando una
caja de apoyo. Cuando me quise dar cuenta estaba cerrando las puertas y
encendiendo una linterna. Nunca había estado en un sitio completamente solo y
donde sabía que nadie me podría encontrar…