Me gusta escribir en penumbra, de noche,
cuando la casa está en silencio. Sé que hay gente, pero me gusta sentir que
estoy solo. De hecho, disfruto sintiendo que estoy solo. Es en esos momentos
cuando me da por escribir; o llorar. Mentira, no lloro. Bueno, sí, pero
metafóricamente. Me gustaría poder llorar con las cosas que me pasan día a día
y que generan momentos tristes, pero aun así solo lloro con las películas.
Me gusta sentarme en una silla, medio
incómodo por culpa de la baja altura de la mesa. Me gusta la sensación que
recorre mi nuca cuando lleva mucho tiempo tensada en una dirección, mirando el
papel, escribiendo estas estúpidas reflexiones, sabiendo que seré el único que
las vuelva a leer en un par de años.
A veces pienso que, quizá, sea una parodia
de mí mismo, que finjo hablar de una forma que aprendí a usar y que se ha
quedado grabada en mi cabeza. Normalmente, hablo tan rápido que todo lo que
pienso sale disparado por mi boca como una metralleta y al final parece estar vacío.
La parodia comienza cuando trato de hablar con precisión,
pronunciando cada palabra como si la degustase, y es entonces cuando me siento
estúpido, porque siento que me ralentizo a mí mismo y no logro llegar a
trasmitir todo lo que quiero decir.
Me duele el cuello.
Me gusta estar solo, sentirme solo. Suelo
tener ganas de contacto humano ―que pro que soy usando estos términos― cada
día, pero solo durante periodos cortos. Demasiado cariño acaba asfixiándome o
haciéndome creer que dependo de alguien para ser feliz. Sin embargo, lo
necesito. Necesito ese cariño diario de alguien que no me vaya a juzgar ―o sí,
no me importa― que luego me permita volver a la rutina diaria sin volver a
plantearme lo de por qué razón estoy solo o porqué razón necesito a alguien.
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